"Monterías"
- ¿Y le contaste lo de las BOAS GIGANTES? – Preguntó Solís. – Dicen…Es mas lo aseguran que…bueno que son un “poquitos” bravitos…Hay que ir prevenidos, mirando siempre el suelo por si acaso sale algún bicho de estos…Y por los cielos también….Pueden aparecer los “alados”…Y no hablemos de los grandes árboles…Suelen estar: leones, tigres y esas cosas…
Los demás se agarraban sus escuálidos estómagos. Las risotadas aunadas a las infaltables burlitas de todos los tonos y colores.
De más está alegar.
Que me hicieron enojar. Protesté todo lo que pude.
(He de hacer un paréntesis aquí.)
Casi nunca exteriorizo mis pensamientos. Pero cuando lo hago: ¡Este es el resultado! Cuando la tos, acudió en mi ayuda.
Las risotadas, las burlitas y la tomadera de pelo fueron cesando.
En mi favor. ¡Claro está!                         
- ¡Al fin! ¡Al fin! -  Me felicité a mí mismo.
La sabia naturaleza, siempre viene en mi auxilio.
¡Sí señor, se hace justicia!
El caso es que arrancó nuevamente en su ya legendario relato, yo aproveché y me senté a todas mis anchas, como para disfrutar esta tregua, tan oportuna.
- “Bueno. El tal Dago. El indiecito.
Del que les hablé” -  Hablando y mirándome, comenzó tosiendo y a seguir mofándose de mí. ¿Qué podía hacer? Me provocaba darle un golpe, pero me contuve. Así que cuando lo creyó conveniente, continuó:
- “¡El Dago ese! Nos acompañó. Yo mismo les recordé a cada uno de ellos: En una batida. Hay que ir mosca. Con mucho cuidado. ¡Debemos confiarnos nuestras propias espaldas!”
- ¡Estamos claritos! -  Le sostuvo Abraham, ya fastidiado.
- No es para molestarlos. No se ofendan. Ni se molesten.
- Ya. -  Sostuvo Nemesio.
- Bueno. Continuemos entonces. – Les dije tratando de sintetizar.
- “Partimos los cuatro: Nemesio, Abraham, Dago y yo. 
Todos a excepción del Dago, llevábamos nuestro armamento pesado. Aparte en mi cinto, llevaba mis pistolas, por si acaso.” 
Detuvo su historia para comprobar que tanto Solís, como Saulo y yo, estábamos poniéndole atención. Al verificar que tenía el cien por ciento de nuestra atención. Carraspeó y con gran pompa, prosiguió con su relato. 
“Era noche oscura. No había ni estrellas, ni luna ni nada.”
Todo era oscuridad perpetua. ¿La visibilidad? Ninguna. Estábamos a ciegas.
Ni siquiera me podía ver los dedos de ninguna de mis manos.
Cada uno iba en su caballo, nos distanciamos si acaso…Medio metro. En ocasiones, nos tropezábamos. Teniendo visibilidad nula.
Tampoco podíamos hablarnos.
La naturaleza entró en todo su fervor. Yo escuchaba mucha cacofonía; Como también creí oír en el silencio, algo así como el acecho. En vigilia.
Son difusos e incomprensibles y digo, que para nosotros que estamos acostumbrados a los ruidos propios de la ciudad.
Los sonidos en la selva son diversos y atemorizantes.
Te desespera, el escuchar.
¿Pero se imaginan algo más grave?
¡No podíamos ver absolutamente nada!
Sin siquiera poder distinguir nada. ¡Videntes, invidentes!
Y el que no sabe, es como éste” 

Me señaló pomposamente, yo tuve que disimular mi enojo. 

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